Desde los tiempos del ojo por ojo el Derecho Penal ha evolucionado considerablemente hasta alcanzar los principios que inspiran todo proceso acusatorio en la actualidad. En el presente post veremos cual ha sido su evolución en España, que perspectivas de reforma existen y si es adecuado acometerlas en función de los decibelios que haya en la calle como contestación a los casos más sensibles a la opinión publica.
Todo el mundo conoce que «todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario» y ha fantaseado con decir en mas de una ocasión aquello de «me acojo a la quinta enmienda» como respuesta a cualquier pregunta comprometida ante la que no cabía respuesta convincente alguna. Sin embargo, cuando la opinión pública hierve este principio parece diluirse.
Un derecho del individuo. Una garantía procesal
Tras un sistema penal orientado a conseguir la confesión culpable del autor (ya fuera de forma directa o bien llegan incluso a arrancársela mediante tortura), la ilustración y las corrientes revolucionarias de los siglos XVII y XVIII empiezan a moldear otro tipo de sistema penal tipificando penas mas suaves, instaurando como excepcional la pena de muerte y proscribiendo la tortura como método de castigo. Este proceso lento (y desigual en función de la cultura jurídica de cada país y sus circunstancias) culminó con el alumbramiento del principio «in dubio pro reo» consagrado en el artículo 9 de la Declaracion de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 con la siguiente redacción:
Puesto que cualquier hombre se considera inocente hasta no ser declarado culpable, si se juzga indispensable detenerlo, cualquier rigor que no sea necesario para apoderarse de su persona debe ser severamente reprimido por la Ley.
Es curioso como el articulo parece estar orientado a limitar la agresividad con la que las fuerzas del orden acostumbraban a detener a los acusados de algún delito, recordándoles que en ese preciso momento momento están poniendo la mano encima a un ciudadano inocente y advirtiéndoles de las consecuencias «severas» de proceder a la detención con «cualquier rigor que no sea necesario».
Es decir, que se introduce más como una limitación de los abusos policiales que como un principio rector del proceso penal. Sin embargo ya estaba puesta la primera piedra para pasar de un proceso penal inquisitivo (basado en la libre valoración y la discrecionalidad del juzgador) a un proceso penal acusatorio (quien acusa debe demostrar aquello por lo que acusa) que otorga al juzgador una predisposición a la absolución, a no ser que queda plena constancia de la culpabilidad.
A pesar de que la enunciación de este principio tuvo su eco en legislaciones y textos progresistas y liberales de la época, en el caso de España, no se trasladó a la Constitución de Cádiz de 1812, que, sin embargo sí que reconocía en una serie de garantías al acusado en el proceso penal.
Presunción de inocencia como derecho constitucional.
Dentro de las garantías constitucionales asociadas al proceso penal el artículo 24.2 de la Constitución Española establece que todo el mundo tiene derecho a al Juez ordinario predeterminado por la ley, a la defensa y a la asistencia de letrado, a ser informados de la acusación formulada contra ellos, a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismos, a no confesarse culpables y a la presunción de inocencia.
A pesar de este mandato constitucional el legislador español mantuvo hasta 1983 en principio «qui versatur in re illicita respondit etiam pro casu» que derivaba nada menos que del Derecho canónico medieval y que más o menos viene a significar que quien la hace la paga. Enunciándolo desde un punto de vista más técnico quiere decir que quien de manera voluntaria realizara un acto ilícito penal respondería de las consecuencias a título de dolo, aunque no las hubiera querido ni las hubiera previsto ni las hubiera podido prever.
Como decíamos, este principio fue derogado a raíz de la Ley Orgánica de Reforma Urgente y Parcial del Código Penal, de 25 de junio de 1983 , trasladándose la cuestión a la sola concurrencia de dolo o culpa (prescindiendo si el resultado procedía de un acto lícito o ilícito) que finalmente acabó enunciándose con una frase que desde el código penal de 1995 permanece inalterable en su artículo 5: «No hay pena sin dolo o imprudencia» .
Normativa internacional
El artículo 11.1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas de 10 de diciembre de 1948, dispone que toda persona acusada de un delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad, conforme a la ley a un juicio público en que se hayan asegurado todas las garantías necesarias para su defensa.
De igual modo, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, aprobado el 16 de diciembre de 1966 establece en su artículo 14.2 que toda persona acusada de un delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad conforme a la Ley
Pero la normativa más reciente sobre esta materia es la a Directiva (UE) 2016/343 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 9 de marzo de 2016, por la que se refuerzan en el proceso penal determinados aspectos de la presunción de inocencia y el derecho a estar presente en el juicio (y cuyo plazo de transposición obligatoria finalizó, por cierto, el pasado 1 de abril de 2018) establece que se vulneraría la presunción de inocencia si las declaraciones públicas de las autoridades públicas, o las resoluciones judiciales que no fuesen de condena se refiriesen a un sospechoso o acusado como culpable mientras no se haya probado su culpabilidad con arreglo a la ley, estableciendo el mandato de que “dichas declaraciones y resoluciones judiciales no deben reflejar la opinión de que esa persona es culpable”.
La Directiva entiende por “declaraciones públicas efectuadas por las autoridades públicas” cualquier declaración que se refiera a una infracción penal y que emane de una autoridad que participa en el proceso penal relativo a esa infracción penal, como por ejemplo las autoridades judiciales, la policía y otras autoridades con funciones policiales u otra autoridad pública, como ministros y otros cargos públicos.
Ahora bien se matiza que la obligación de no referirse a los sospechosos o acusados como culpables no debe impedir que las autoridades públicas divulguen información sobre el proceso penal cuando sea estrictamente necesario por motivos relacionados con la investigación penal, siempre y cuando no se cree la impresión (por la forma y el contexto en el que se divulgue la información) de que la persona es culpable antes de que su culpabilidad haya sido probada con arreglo a la ley.
El papel del juez
En este sentido la imparcialidad objetiva del Juez penal puede quedar comprometida al traspasar el límite que le impone el principio acusatorio cuando, perdiendo su apariencia de juez objetivamente imparcial, ha llevado a cabo una actividad inquisitiva encubierta al desequilibrar la inicial igualdad procesal de las partes en litigio al respaldar una petición de una de ellas formulada.
Esta estricta sujeción a lo dispuesto en la Ley procesal garantiza su neutralidad y asegura la igualdad procesal entre las partes en el proceso. Pues esa igualdad, que constituye un principio constitucional de todo proceso integrado en el objeto del derecho a un proceso judicial con todas las garantías (regulado en el ya comentado artículo 24.2 CE) y significa que los órganos judiciales vienen constitucionalmente obligados a aplicar la Ley procesal de manera igualitaria de modo que se garantice a todas las partes, dentro de las respectivas posiciones que ostentan en el proceso y de acuerdo con la organización que a éste haya dado la Ley, el equilibrio de sus derechos de defensa, sin conceder trato favorable a ninguna de ellas en las condiciones de otorgamiento y utilización de los trámites comunes.
Por esta razón le está vedado constitucionalmente asumir en el proceso funciones de parte (STC 18/1989, de 30 de enero, F. 1, con cita de la STC 53/1987, de 7 de mayo, FF. 1 y 2), o realizar actos en relación con el proceso y sus partes que puedan poner de manifiesto que ha adoptado una previa posición a favor o en contra de una de ellas, lo que es aún más relevante cuando se trata del imputado en el proceso penal (por todas STC 162/1999, de 27 de septiembre, F. 5).
El debate está servido
En los últimos días ha habido voces que ante la polémica sentencia de La Manada han puesto el grito en el cielo afirmando que el sistema judicial menosprecia a la victima y atenta contra los derechos, en este caso, de las mujeres. Está claro que frases empeladas por los medios como “los jueces han dudado de la palabra de la mujer” no ayudan a entender un proceso penal que está basado precisamente en eso. En dudar de quien acusa, que tendrá que demostrar todo aquello que alega para destruir la presunción de inocencia.
Otra cosa es que en política legislativa se quieran adoptar nuevas figuras legales que contemplen la realidad o la complejidad psicológica de una realidad como es el abuso y la agresión sexual contra las mujeres. Tal es el caso de Suecia en lo que erróneamente se ha identificado como una “inversión de la carga de la prueba” en virtud de la cual corresponde al presunto agresor demostrar que hubo consentimiento en la relación.
Lo que la legislación sueca prevé es el concepto de “violación por negligencia” o violación imprudente, penado con hasta 4 años de prisión, consistente en un delito en el que se tiene en cuenta si el acusado ignoró el riesgo de que la otra persona no quisiera participar en el acto sexual. El propio Ministro de Justicia Sueco explica su funcionamiento: “En una violación, el fiscal tiene que probar que el acusado tenía la intención de violar, y eso requiere un nivel probatorio elevado. Con este nuevo delito, el fiscal solo tendrá que probar que el acusado era consciente del riesgo de que la otra persona no estuviera participando de manera voluntaria pero aun así continuó con el acto sexual”.
Es un tema complejo sobre el que el tribunal Tribunal Supremo ya ha tenido ocasión de manifestar su postura, citando por todas la STS núm. 493/2017, de 29 de junio (RJ 2017/3675), en la que, con referencia a la STS nº 294/2008, de 27 de mayo se subraya que la necesidad, socialmente destacada de tutelar con la máxima contundencia de (sic) libertad sexual, “no puede conducir al debilitamiento de los principios fundamentadores de un Derecho Penal democrático, como son entre otros, la proporcionalidad, culpabilidad y legalidad, forzando una interpretación extensiva de los conceptos de violencia e intimidación que la doctrina jurisprudencial considera a los efectos de la interpretación del tipo de violación o agresión sexual”.
Consecuentemente, aun cuando los delitos contra la libertad sexual merecen un especial reproche moral y social, que impone una contundente reacción penal, proporcionada a la acentuada gravedad, a la especial relevancia del bien jurídico contra el que atentan, pero siendo todo ello cierto, en ningún caso, puede aceptarse que el carácter odioso de los hechos denunciados determine una degradación de las garantías propias del proceso penal.
Igualmente, que, no obstante ese especial reproche moral y social, que se traduce en una contundente reacción penal, conforme a los criterios valorativos que ha estimado procedentes el legislador penal al tipificar y sancionar como punibles los distintos ataques contra la libertad sexual como el bien jurídico protegido, no cabe hacer en el seno de un proceso penal, ni, por tanto, en la sentencia que lo culmina, juicio moral alguno sobre determinadas conductas que, aun pudiendo suscitar rechazo, al menos, en una parte (la que sea) de la sociedad, no rebasen el límite de lo punible conforme al principio de legalidad penal, “sin que los Tribunales del orden penal tengan que adentrarse en juicios morales sobre el arcano íntimo de las personas” (STS núm. 1366/2009, de 21 de diciembre), siéndoles exigible una motivación que cumpla con los parámetros de “racionalidad, excluyéndose cualquier atisbo de voluntarismo, arbitrariedad, conjeturas, juicios morales o internos, sospechas o meras impresiones sobre el resultado de la actividad probatoria practicada en el seno del plenario” (STS núm. 1385/2003, de 15 de octubre).
En definitiva, más voluntad legislativa y menos criticas a un sistema judicial que es garante de la libertad individual de todos los ciudadanos.
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