El Imperio Administrativo ve incrementos de valor por todas partes. Exige indiscriminadamente el impuesto de la plusvalia incluso cuando el ciudadano ha perdido dinero en la venta. La codicia todo lo corrompe y la senda del recurso para defenderse es larga y tediosa. No hay esperanza para nadie…
En el anterior post dedicado al tema nos acercábamos tímidamente a la figura de la plusvalía municipal, tratando de averiguar cuál podía ser su razón de ser. Recaudar más es lo primero que puede ocurrírsele a uno (el famoso “afán recaudatorio” tan empleado por el conductor medio cuando es sancionado). Pero como en todas las decisiones políticas atinentes a nuestro bolsillo el legislador debe buscar una justificación de telediario, una trama argumental podría decirse, para que nos creamos el cuento y podamos seguir nuestro camino suspirando de alivio por haber pensado erróneamente que nos estaban cobrando por cobrar.
Si antes nos limpiábamos los zapatos en el felpudo de la entrada, a partir de aquí ya cruzamos el umbral de la cabeza del legislador de turno para seguir nuestro fascinante viaje en busca de la zona 0 donde se originó esta brillante idea: exigir a los propietarios una tasa por el incremento del precio de su vivienda derivado de las mejoras municipales.
Pero como en todo proceso creativo, la fase en la que hay que trasladar a la calculadora todas las buenas ideas no tarda en aparecer como una afilada podadora dispuesta a segar las hierbas más altas y ambiciosas. Y ese momento le llego al nuestro legislador, que en el anterior post le habíamos dejado devanándose los sesos tratando de encontrar la fórmula para valorar ese incremento de valor experimentado por el suelo como consecuencia de la actuación municipal.
Y es que, a pesar de que desde el primer momento se tuvo claro que el momento de exigirlo debía ser el momento en el que el terreno cambiara de manos ya sea por título oneroso o lucrativo (donación, herencia o legado), la fórmula para valorar ese incremento de valor experimentado por el suelo como consecuencia de la actuación municipal acarreó más quebraderos de cabeza, como puede uno imaginarse.
Un poco de historia.
En sus orígenes el criterio para la exigencia del impuesto sobre la plusvalía municipal era el incremento del valor efectivo del terreno.
De esta manera la Ley 41/1975 (abuela de la actual Ley de Bases de Régimen Local) valoraba ese incremento como la diferencia entre el valor corriente en venta del terreno al comenzar y al terminar el período de imposición. Sencillo ¿no?
Lo único que tenemos que hacer es restar el valor del terreno cuando lo compramos y restarle el valor del terreno cuando lo vendemos, de tal manera una diferencia positiva, determinará que el terreno se ha revalorizado, y tengamos que pagar por ese plus que nosotros ya le habremos cobrado al ilusionado comprador.
Algún inteligente enmendador (utilizo esta palabra porque poner “diputado” me parece un oxímoron más propio de Baudelaire) pensó ¿y qué pasa con las contribuciones especiales que ya pagan los ciudadanos por los servicios que se implantan en sus barrios? ¿No se estaría cobrando dos veces por lo mismo?
La pregunta no es ninguna tontería ya que las contribuciones especiales se exigen precisamente, como dispone la Ley General Tributaria en la letra b) de su artículo 2.2 por “la obtención por el obligado tributario de un beneficio o de un aumento de valor de sus bienes como consecuencia de la realización de obras públicas o del establecimiento o ampliación de servicios públicos”. ¿Les suena?
Esto cada vez es mas difícil de sostener
Pues bien, para evitar este supuesto de doble imposición, esta Ley estableció una serie de correcciones para ajustar la posible plusvalía, y diferenciar entre el incremento que se debe a la actuación municipal (y dentro de éste, las actuaciones por las que ya se han pagado), y el incremento intrínseco del terreno como consecuencia del mercado y otras mejoras del particular. Vean la coherente redacción de la Regla Once de la Base 27 de la Ley 41/1975:
“El valor inicial del terreno se determinará igualmente mediante las estimaciones periódicas aprobadas por el Ayuntamiento, y sólo cuando éstas no existan podrán utilizarse otros medios de valoración. Para determinar el valor inicial, se tendrá en cuenta el importe de las contribuciones especiales devengadas por razón del terreno, así como el de todas las mejoras que afecten al valor del terreno, realizadas por el transmitente durante el período impositivo y que existan en el momento de la última estimación general. El valor inicial y, en su caso, el importe de las contribuciones especiales y mejoras, se corregirán automáticamente con arreglo a los índices ponderados del coste de vida publicados por el Instituto Nacional de Estadística”.
¡Si es que encima se establecían correcciones con arreglo a la inflación! Pero la alegría dura poco en la casa del contribuyente, y en menos de 15 años esta arcadia impositiva se verá trastocada por completo.
Primero acabaron con la actualización automática del precio de compra conforme al IPC (tan lógica desde el punto de vista económico), la cual no duró ni tres años, cuando el Real Decreto Ley 15/1978 hizo depender de una autorización del Gobierno dicha actualización. La cosa aguantó así diez añitos más hasta La Ley 39/1988 dinamitó por completo el frágil método de cálculo basado en los valores al inicio y al final del período impositivo y estableció un sistema objetivo de determinación de la cuota tributaria.
Es decir, que el legislador se sacó de la chistera una fórmula mágica que, prescindiendo total y absolutamente de valores reales, de momentos temporales, de contribuciones especiales pagadas (y de encaje constitucional, si se me permite la licencia), consiste en aplicar un porcentaje establecido legalmente al valor de los terrenos en el momento de la transmisión, multiplicado por el número de años en que ese terreno ha estado en manos del transmitente.
Tan simple como nocivo, ya que los porcentajes establecidos parten de la premisa claramente superada de que el valor del suelo siempre sube de valor.
Un rueda de prensa incomoda.
Es curioso que hasta el año 2002 con la reforma de la Ley Reguladora de las Haciendas locales no se eliminara la calificación de “real” del incremento producido. Esta reforma no es más que una anécdota de las muchas que podemos encontrar en el sistema impositivo español, ya que, de facto y hasta la actualidad, desde 1988 la prueba de la efectiva revalorización del terreno ha perdido todo su sentido, porque de acuerdo con el criterio de la norma, no había que tomar el efectivo incremento o disminución de valor del inmueble, sino directamente al incremento teórico.
–Oiga ¿y el valor del terreno en el momento de su compra? ¿Y el valor de mercado? ¿Y el valor del terreno que ha podido aumentar por las acciones del particular? ¿Y las dotaciones municipales que ya están más que pagadas?
– Eso son cosas muy engorrosas.
– ¿Pero este impuesto no era para gravar el incremento generado por la acción social derivada de actuaciones del ayuntamiento?
– Eso está sacado de contexto.
– ¿Y si en la realidad hay una pérdida resultante de la transmisión, es normal que aplicando su fórmula me salga a pagar un incremento que no se ha producido?
–Se acabó la rueda de prensa.
Yo responderé a esta última pregunta. En la medida en que no se está calculando un incremento de valor real sino derivado de las reglas preestablecidas, y que de ésta fórmula siempre sale una plusvalía positiva (que, por cierto, aumenta conforme lo hacen los años de posesión del inmueble por su titular), da igual que en la fecha de la venta de su vivienda el suelo haya perdido valor respecto a la fecha en que la adquirió. Va a pagar igual.
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